La llamamos Selva, pero ella no responde a ese nombre, sólo responde a la comidita que le llevamos todos los días y, sobre todo, a las caricias y a los mimos.
Es una gata de la calle, aunque posiblemente en otro tiempo fuera una gatita que dormía hecha un ovillo en un sillón de orejas y que cada mañana recibía un cuenco con leche en el que mojaba los bigotes mientras se relamía de placer. No lo sabemos, pero sí somos conscientes de que ese carácter amable la pone en peligro, hay personas desconsideradas y gente cruel que, aprovechando su dulzura, podrían hacerle daño. Los gatos callejeros, ferales, muchas veces sobreviven gracias a su temor y su desconfianza. Nuestra Selva, tan melosa como un yogurt de coco con miel, mientras esté en la calle siempre será una presa fácil para los malvados, en cambio en un hogar haría las delicias de la familia y lo llenaría de amor.
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